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"La devoción por ser tarumbo". Entrevista a Fernando Zevallos y Chebo Ballumbrosio - Segunda parte

Publicado: 2020-07-19
Esta es la segunda (y última) parte de la entrevista a Fernando Zevallos y Amador "Chebo" Ballumbrosio, director artístico y director musical de La Tarumba, respectivamente, realizada por Luis Rodríguez Pastor el jueves 16 de julio del 2020. Un fragmento de ella ha sido transmitida en el programa Malambo, de Radio Filarmonía, el 18 de julio, y se comparte en formato escrito a través de lamula.pe en dos partes. El grupo de circo más importante del Perú trabaja desde hace 36 años de manera ininterrumpida y todo hace suponer que no habrá circunstancia que lo impida, y que, por más que no podamos ir a la carpa, siempre habrá forma de encontrarnos en el circo.

¿Podríamos remontarnos un poco más en el tiempo y hablar de los orígenes de La Tarumba?
Fernando: ¡Encantado!
Para mí hay un dato que no es nada casual, sino que es una especie de confluencia, porque el 12 de febrero de 1984 se funda La Tarumba en Lima, y ese mismo día, en París, fallecía Julio Cortázar. Yo siento que la magia se transformó, y la magia de la palabra, papel, de la soledad, se convertía en otro lugar del mundo en el encuentro, la fiesta, la celebración en grupo. Pensaba en todos los factores y todas las transformaciones que se suceden en diversas formas y espacios de la creación que esto me resulta por lo menos curioso.¿Podríamos hacer una periodización de la historia de La Tarumba? En su página web hay una propuesta interesante, que divide su historia en tres grandes etapas: 1) la calle, 2) la casa y 3) la carpa.

Fernando: Sí, sí. La Tarumba, ¿sabes qué?, significa la locura, dicho de una manera gentil, porque también podría significar la tontera, hacer Tarumba es también hacer tonterías, y eso viene de un texto en una de las obras del poeta español Federico García Lorca, en el prólogo dice: “Y aquí, desde el retablo de la tarumba desfilarán los muñecos…”, etcétera, etcétera. A mí me quedó, desde joven lo leí (siempre me gustó García Lorca), leí ese prólogo y me quedó el nombre. 

La Tarumba, realmente, se lo puso Pablo Neruda, cuando a la Guerra Civil Española fueron muchos intelectuales latinoamericanos a apoyar moralmente y encontraron que Federico García Lorca, con un titiritero, Miguel Prieto, estaban haciendo para darle fuerza a los combatientes revolucionarios, pero casi en medio de las balas. Y lo primero que exclamó Pablo Neruda fue: “¡Esto es una tarumba!”. Federico García Lorca dijo “¡gracias!”, ahora ya tenemos nombre y a partir de entonces empezaron a llamarse La Tarumba. Me pareció interesante, y lo más adecuado, por el significado de la palabra, por la musicalidad y por la historia de cómo había llegado el nombre.

Te cuento esto para iniciar un poco estos periodos. El espíritu que teníamos era llegar a cualquier lugar, y ahí se inicia la etapa de las plazas, de las calles, de los colegios. Hemos recorrido todos los barrios de Lima y después hemos recorrido casi todo el Perú, llevando nuestros trastos como —lo habíamos imaginado— lo había hecho García Lorca. Eso nos ubicó en qué tipo de arte o de artistas queríamos ser.

Con el paso de los años, he visto que las cosas han llegado en los momentos justos. Si la casa hubiera llegado antes, estoy seguro que nos hubiera quedado grande; pero cuando llegamos a la casa, nosotros ya teníamos muchísimas funciones hechas y muchísimos talleres con niños y jóvenes en barrios, ya teníamos una metodología. Llegamos a la casa, limpiamos todo, desocupamos, pusimos unas cuantas cosas que nos permitieron hacer los talleres y empezaron a llegar los niños y nos jóvenes. Nos permitió, entonces, tener un lugar que nos permitiera visibilidad, antes éramos unos payasos que daban vueltas por todas partes, pero ahora ya eran estos artistas que hacen teatro, circo y música que tienen su local en Miraflores. Eso no solo permitió que pudiéramos dictar los talleres y hacer espectáculos de pequeño formato, sino que montamos inmediatamente los trapecios, toda la estructura metálica que tenemos, y nos permitió dar un salto muy importante a nivel técnico de circo. Antes de ese momento practicábamos la cuerda floja en los parques, los malabares, colgábamos los trapecios donde veíamos que podían resistir las ramas, pero teníamos muchas limitaciones. Cuando llegamos a la casa empezó una nueva etapa que nos iba a llevar a la carpa, porque entonces, cuando se cumple el sueño de la carpa ya teníamos una generación joven que hacía trapecios, malabares, acrobacias, distintas cosas.

No nos fue difícil conquistar la carpa inmediatamente, y no fue difícil convocar público, porque había como una novedad: este circo que tiene música en vivo y que tiene este ingrediente teatral y que te emociona por distintos canales. Como eso funcionó, yo le sumaría un hito más: cuando ya nos asentamos en la carpa y pudimos manejar un flujo de espectadores, empezamos a trabajar para cumplir otro sueño que habíamos tenido desde siempre: trabajar con los caballos. Entonces, de la carpa pasamos al campo, y eso fue completar un círculo. Nos encontramos con esos espacios distintos, pero ahora a caballo, fue alucinante, y conocimos el Perú de otra manera, al menos yo, porque empecé a ingresar a una cantidad de sitios donde se crían caballos, desde criaderos muy importantes a criaderos muy humildes, de gente muy sencilla que ama los caballos, me llevó, por ejemplo al desierto de Ica, con un gran amigo, Mariano Cabrera, un maestro, en el desierto él tiene una casita muy chiquita, muy humilde, y tiene los caballos sueltos en manada, es una manadita salvaje que él ha ido cuidando. Me llevó al desierto, y en medio del desierto vi la relación de la manada. Pensé: “Es tu responsabilidad mostrar los caballos”.

Chebo, tú entraste a La Tarumba en 1988.

Chebo: Cuando entré, era un cajón el que me daba estabilidad emocional, porque a comparación de este cajón que tocaba con Micky (a quien acompañaba en la peña El Embrujo), con mi grupo de reggae Mundo raro, y otros grupos más, no me daba esa estabilidad, me daba otra cosa que no conocía de mí, me daba un poder que lo estaba conociendo, porque era joven, tenía una energía alucinante. Pero en La Tarumba había que subirse a los zancos y desde los zancos mirar al mundo, desde la altura de los zancos era otra cosa, no era ir al campo y agarrar tu lampa y ponerte a chambear, o despertarte a las tres de la mañana para ir a cosechar, no: al subirte al zanco veías el mundo, hermano. A mí me pasó eso. Hacer música con el tambor amarrado al cuello durante tres horas en un pasacalle, eso a mí me volvía un animal, te juro que estaba en mi hábitat, andaba por todas las avenidas con La Tarumba en comparsa, solo con mi tambor tocando, eso me daba poder. Esas cosas me fueron dando identidad, ya venía con una identidad, con una identidad, te digo, ahora que soy un joven de 56 años, me daba una vez más estabilidad emocional para que yo escogiera qué quería de mi vida, y yo quería esto: quería un circo, quería tener contacto con jóvenes, con seres humanos que tuvieran un pensamiento y ese pensamiento esparcirlo a su casa y convertir a sus padres y transformar. Cuando llegaba a mi casa no llegaba Chebo, llegaba La Tarumba. Cuando viajaba por intercambio a Brasil, no llegaba Chebo, llegaba La Tarumba: “¡Eh, Tarumba!”, decían los brasileros, “¡Maluco, maluco, loco!”, porque sabían que Tarumba significa loco, o en Argentina. Eso comenzó a crear en mí una especie de voz en la que me dije: “Es hora de que asientes cabeza y marches derecho, es lo que tú pediste y lo que tú quieres”. Nunca voy a olvidar a mi padre en un espectáculo en casa —en La Tarumba, no en El Carmen—, cuando hicimos Palenque de El Carmen, era traer a toda mi familia a la casa de La Tarumba, poner graderías, sillas y traer un espectáculo de Los Ballumbrosio. Y nunca voy a olvidar eso, lo tengo grabado en la memoria, como un ícono para todas mis acciones en adelante, y siempre consulto a este ícono. Estábamos con la mano al centro y mi papá dijo: “¡Hoy día tenemos que dejar el pellejo!”, estábamos acostumbrados a salir a escena, pero recién sentí ese día la transformación que significaba la voz “dejar el pellejo”, traer todo el espectáculo de El Carmen en un espacio para que todo sea igual como celebrarlo en familia. Y se dio. Y se hizo en un espacio como La Tarumba. Esas son las cosas que le dan revivencia a mi presencia a lo largo de estos años.

Fernando: ¡Qué bonito!

Es valioso y anecdótico lo que cuentas, Chebo, porque adonde vas te reconocen como La Tarumba, incluso te llaman de esa manera, y claro, a estas alturas de la historia es imposible pensar en La Tarumba sin pensar en Chebo, en Fernando, en Estela. La historia de La Tarumba es la historia de ustedes, pero ustedes tienen una trayectoria previa, en el teatro y en la música, que a estas alturas de la historia se ve como lejana. Tú has tenido, Fernando, una larga trayectoria en el teatro; recuerdo, por ejemplo, las obras que has hecho con Edgard Guillén.
Fernando: Sí. Edgard es uno de mis maestros, junto con Aurora Colina. A ellos les debo esta mirada distinta del circo, o del teatro, o del teatro-circo. Yo creo que el respeto, la devoción, el gran cuidado que le ponen ellos al ritual teatral es lo que me ha permitido a mí crear con el equipo una propuesta escénica en La Tarumba. He hecho muchas cosas con Edgard, con Aurora, espectáculos, obras de teatro que me han encantado, me han llenado, pero lo que más valoro son justamente los momentos, las enseñanzas y el tomar consciencia de que realmente el teatro necesita de un respeto y de un cuidado, y que para hacer teatro uno tenía que prepararse. Por ejemplo, había juegos que ellos hacían, estábamos de pronto en una conversa, o en la cocina después del almuerzo, y Edgard soltaba un texto de una obra de teatro: Chéjov. Soltaba el texto y Aurora, inmediatamente, sabía de qué texto se trataba y le contestaba, y empezaban a hacer como pases de malabares, decían unos cuantos textos y el otro salía, lo retaba con otra obra de teatro de otro autor, y el otro la reconocía y se sabían los textos, y se sabía de qué trataba. De una manera lúdica nos decían: “Si ustedes quieren jugar, tienen que leer esto, esto y esto”, y nos repartían esos libretos. Sin darnos cuenta, estábamos leyendo —unos adolescentes de dieciséis años— teatro y estábamos entendiendo, de la mano de ellos, aprendiendo a analizar un texto teatral. Yo les debo mucho.
Estamos hablando de trayectorias incombustibles (Edgard Guillén cumple, precisamente, sesenta años de trayectoria teatral este 7 de octubre) y de amistades sempiternas. Edgard me contaba cómo iba a La Tarumba por invitación de tuya y recordaba con especial emoción el encuentro que tuvo con los caballos, que tú lo llevaste con los caballos, él que es amante de los animales.
Fernando: Ese día fue muy gracioso porque lo fui a buscar a su casa, fui en la mañana, y no le dije mi plan, mi plan era pasar todo el día con él, llevarlo al espectáculo, yo tenía que actuar y después de la función regresarlo a su casa. Entonces lo llevé, le dije “Tengo ganas de conversar contigo, ¿por qué no nos vamos a almorzar?”. “¡Bacán!”. Nos fuimos a almorzar. Lo fui trayendo hacia acá, almorzamos en la avenida La Paz, muy cerca de la bajada de Armendáriz. Después de almuerzo me dijo: “Tengo que ir a mi casa”. Le dije: “Permíteme nada más, tengo que ir a Chorrillos a recoger una cosa y te llevo”, y lo llevé al circo. No empezaba la función, era temprano. Le mostré el circo, le mostré los caballos, y yo sabía que se iba a rendir. Fue pasando la hora, él estaba solo con los caballos, le dije: “Me tengo que preparar para la función”. “Anda, prepárate”. Me preparé rapidito, salí a buscarlo y le dije: “¿Sabes qué? Después de la función te llevo a tu casa, puedes sentarte aquí”. Ese día Edgard me dijo cosas y les dijo cosas a los actores tan bonitas que a mí me hizo sentir orgulloso de lo que había logrado, porque les dijo, en resumidas cuentas: “Yo he podido ver en el espectáculo muchas cosas que para mí son sagradas del ritual escénico, y esas cosas traté de transmitírselas desde siempre a Fernando y ahora las veo en ustedes, que en buena cuenta son mis nietos. Me siento orgulloso de mis nietos”. Todo el mundo: “¡Guau!”, aplaudiendo. Es hermoso el Edgard, es bello.
Ahora, con Aurora hay vínculo no solo de amistad sino respecto a un espacio tan valioso como fue el Cocolido y que ahora es la Casa La Tarumba.
Fernando: Sí. Gracias a la generosidad de Aurora es que pudimos llegar a esa casa. Esas son las oportunidades que nos dan a los que nos dedicamos a estas cosas locas. Aurora nos deja la casa, nosotros la transformamos (respetando la arquitectura, que es de 1910), tuvimos que cambiar la pintura, esa pintura que ya era parte del paisaje limeño con los árboles, pero ya se caía abajo. Yo le fui contando lo que estábamos haciendo a Aurora mientras estaba afuera, pero llegó el momento, hace unos años, que ella volvió después de mucho tiempo, y lo primero que hizo fue ir a la casa, la quería ver. Me dicen: “Hay una señora llamada Aurora Colina, que te está buscando”. Yo salí un poco preocupado, ¿le gustará cómo está la casa o no? Y Aurora empezó a pasear la casa, que estaba —era un sábado— llena de niños y jóvenes, en todas partes había actividad, había una vida… Y la veo a Aurora, la acompaño, y veo que poco a poco los ojos se le van llenando de lágrimas hasta que acabamos a moco tendido los dos. Y también me dijo algo que a mí me encantó: “Esto es lo que yo siempre soñé para esta casa. Gracias por haberlo hecho realidad”. Le dije: “Aurora, ¡todo esto es gracias a ti! Todo lo que tú me enseñaste lo estoy aplicando, encima esta casa, que hemos heredado de ti”.
Una pregunta entre paréntesis, que no tiene que ver con el teatro sino con la literatura, con el paso de un escritor por Lima, Mario Benedetti. Escuché alguna vez que Mario Benedetti estuvo alojado en esa casa en los años setenta cuando vivió en Lima.
Lo he escuchado, pero no tengo la certeza, no se lo he preguntado a Aurora. Pero llegaban personajes muy interesantes.
Chebo, ¿podrías contarnos acerca de tu trayectoria previa y paralela a La Tarumba? Acerca de tu trayectoria —si es que es posible la expresión— al margen de La Tarumba.

Chebo: Mi trayectoria empieza en el campo algodonero. Primero trabajaba en una granja, y cuando trabajas en una granja tienes cinco mil gallinas a tu cargo, eres un productor acérrimo de gallinas, tienes tal cantidad de huevos, me volví ayudante de galpón, era sobresaliente como ayudante de galpón, eso me daba bonos para tener los sábados libres, porque si trabajas en granja tienes que trabajar de lunes a domingo, porque las gallinas ponen todos los días. Entonces, yo me ganaba bonos porque los sábados podía ir a cargar algodón, eso me permitía cargar dos turnos de algodón en el campo y me soltaban a las diez de la noche y eso me daba facilidad para irme de fiesta. Un día me fui de fiesta con un grupo que se llamaba Almendra, y el bongosero se había enfermado y todo el mundo me vio que bailaba, “Oye, el negro que está ahí la rompe, es bravo, a ver pásale la voz a ver si la rompe tocando”, me dieron el bongó, ese día le di de alma al bongó en esa fiesta, ya no era el bailarín sino el bongosero del grupo Almendra. Me dijeron: “Estás contratado, ¿quieres trabajar con nosotros? Tenemos contratos todo el tiempo”. Y como ya estaba consentido en la granja en que trabajaba —la granja de los Cillóniz—, me daban permiso para ir a tocar, tocaba todos los días hasta que un día me dijeron: “Mira, hermano, o trabajas en la granja o te vas”. “Quiero ser músico”. “Entonces chau”. Me fui. 

Luego, me vine a Lima, y en Lima pude reemplazar a mi hermano Filomeno, que era muy espacial, nunca ensayaba mi hermano Filomeno, tenía un talento increíble, pero nunca ensayaba. El que iba a los ensayos era yo, él solamente se presentaba a tocar con la banda, tocaba con Guarango, a veces tocaba con Micky [Gonzales], ensayaba yo y tocaba él. Entonces, “¿Cómo es esto? Yo ensayo y él toca”. “No, es que Filomeno es el que toca en el grupo y tú lo reemplazas en el ensayo”. “No tiene sentido, chau, chau”. Me hice amigo de unos chicos en Barranco que tocaban reggae, le pusieron de nombre Mundo Raro, porque todos éramos medio raros en ese mundo del reggae, y me puse a tocar el cajón. Qué maravilla de grupo, todos éramos jóvenes, muy chicos, y fui aprendiendo a usar la percusión, la manera de tocar el cajón, las congas y el bongó. No contento con este grupo, experimenté con otros grupos como Micky, pero también tenía que reemplazar a Filomeno, muchas veces “Tú no vas, va uno solo. No puedo tener a dos Ballumbrosio juntos, sale chispa”. “Bueno, ya, anda, Filomeno”, y eso me iba creando cierta desazón hasta que un día dije: “Quiero crear mi grupo”, y creé mi grupo. Pero ya tenía esta forma suelta de poder experimentar y tener estos dotes musicales con mi papá, porque cuando él sacaba su violín, me decía “Chebo, saca tu cajón”, pero para mí era un sacrilegio tocar el cajón con el violín, no tenía sentido, para mí era desenfocado, no podía haber esa relación, pero era una forma hermosa que teníamos mi papá y yo cuando nos juntábamos, yo tocaba el cajón para acompañar su violín, que era ceremonioso. Yo no zapateaba, yo tocaba el cajón. Eso me iba alimentando y me iba abriendo el espíritu para ser generoso con otros grupos, con otros conocimientos. Así, formé el grupo Cimarrones, el grupo que tiene treinta años conmigo y es un grupo que me ha dado satisfacciones, creo que la fusión me hizo parte de la experimentación de la música tradicional con la música del mundo.

La experiencia alrededor de La Tarumba siempre ha sido contemporánea, ha sido una retroalimentación. Siempre, en este transcurso de la vida y el tiempo, he convivido con estos grupos de música, con Sabor y Control, Tierra Sur, Chaqueta Piaggio, si bien pertenecía a estas sesiones de jazz que se hacía en el Satchmo, yo me aparecía con mi cajón, “Oye, esta pieza no es para cajón, es para saxofón, batería”. “A mí nadie me baja del escenario”, me subía al cajón y tocaba esa pieza de jazz. Me acuerdo de muchos momentos con el maestro Madueño, con Jean Pierre Magnet, con Manongo Mujica, David Pinto, Carlos Espinoza. En fin, el mundo del jazz era maravilloso y yo me iba a los lunes de jam session para disfrutar esos momentos y aprender. Luego, cuando ya llegaba a La Tarumba podía respirar, hacer música variada, fusionar, y eso es lo bonito de compartir con varias bandas de amigos y hermanos músicos.

¿Cómo llegas a La Tarumba, cómo se da este encuentro, este matrimonio?
Chebo: Andaba por la avenida Larco con mi gorro rasta, con mi pantalón rasta, mi seudo pelo rasta. De pronto veo un Volkswagen y me dicen: “¡Oye, sube! ¡Chebo, sube!”. Volteo y veo a Fernando y Estela en el Volkswagen. “¡Sube! ¡Vamos a La Tarumba!”. “No ahorita, otro día vamos”. Yo estaba de rasta, ese día los choteé. La segunda vez: “Oye, necesitamos hacer un taller, ¿tú puedes acompañarnos a hacer un taller?”. “Ya, hagamos el taller”. Hice el taller y Estela me dijo: “Yo quiero bailar”, Fernando: “Yo quiero tocar el cajón”. “Ah ya, ¡landó! ¡Listo!”. Hermano, el matrimonio empezó, y justo les conté la historia, el landó era el género musical de los afroperuanos, de los negros nacidos en el Perú para entablar relación. Una manera de juntarse en pareja es el landó. Y ese fue nuestro gran matrimonio, tocando el landó. Son momentos maravillosos que uno los recuerda con hincapié, porque a partir de ahí te vuelves devoto de lo que eres, de lo que crees. Ahí empezó todo, la devoción por ser tarumbo, por ser de este país, por tener identidad, por mirar el pasado no como un cuento de hadas sino mirar el pasado con ilusión, de que el tiempo que vivimos ahora es mejor que el pasado. De ahí aprendemos.
Al menos es mejor que en 1988, en que el Perú estaba a punto de implosionar. Hacer arte en los años ochenta era una apuesta arriesgada no solo económicamente sino también físicamente, porque no había estabilidad de ningún tipo, existía una serie de riesgos al intervenir en la calle.
Fernando: Es verdad que en los ochenta era difícil, pero en el Perú de los ochenta, de los noventa, de los setenta, los sesenta ha sido y siempre será difícil. Creo que el artista tiene algo muy particular, que justamente de las dificultades, de las carencias saca justamente el material creativo, al menos en el Perú los artistas de teatro y de circo hemos aprendido a capitalizar las ausencias y transformarlas en propuestas escénicas. El Perú, justamente, en épocas como los ochenta, los noventa, con todas sus crisis, nos ha permitido a nosotros ubicarnos. ¿Qué tipo de circo es el que queremos hacer? La situación siempre crítica del Perú ha ido cincelando la propuesta escénica de La Tarumba.
Quisiera recordar una entrevista que te hizo Cecilia Castillo para el diario La República, publicada el 22 de junio del 2014, en la que te preguntan qué te falta lograr con La Tarumba, y respondes: “Tengo un sueño de una obra de teatro que no le deba nada al circo, tal vez una obra de teatro clásico, teatro ecuestre, con caballos como protagonistas, además de actores que no sean necesariamente de La Tarumba, que vendrían de otras escuelas. Hacer algo que nos motive a reflexionar y a la vez divierta”. ¿Este es un proyecto pendiente, real, está en proyección o es visto todavía a distancia?
Fernando: Es un proyecto que ha cobrado más vida durante la pandemia, porque me ha permitido trabajar, encerrarme y desarrollar aún más ese proyecto. Es un proyecto de una obra de Federico García Lorca, que se desarrolla en el mundo rural, en el campo, donde el caballo no solo está presente por el contexto en el que transcurre la obra, sino que es símbolo de la pasión que se mueve entre los personajes. Así que no solo he afinado más esa puesta en escena, que además va a demandar un espacio escénico especial, particular, sino que he ido hablando con alguna gente, y la gente se ha interesado. Ahora, hay que ver cuándo podamos volver, cuándo podamos producir ingresos, porque el teatro no convoca tanta gente como el circo, porque puede ser una temporada corta con menos público. Pero la parte artística que tiene La Tarumba y la necesidad personal de hacer teatro, estoy seguro, nos van a llevar a concretar ese sueño. El otro día hablaba con un artista norteamericano, Kaleth Karinchi, gitano, el mundo de Lorca tiene que ver con el mundo gitano también, le contaba sobre este proyecto, y lo puse a buscar, “Léete este texto”, empezó a leerlo, “Oye, me interesa”, y no sé hasta dónde vamos a llegar, pero el proyecto está ahí, y está más vivo todavía.
En el 2024 se cumplen cuarenta años de La Tarumba. ¿Ya están preparando, tramando, fabulando lo que va a ser la celebración por los cuarenta años del grupo?
Fernando: No hemos tocado el tema específico de la celebración porque estamos reorganizándonos. Pero sí estamos viendo una proyección de aquí al 2025, cómo nos vamos a encontrar después de esto (ojalá se encuentre pronto una vacuna), con qué urgencias nos vamos a encontrar para establecer prioridades. Estamos haciendo un plan para el 2021, para el 2022 y de ahí hasta el 2025. Porque hacer planes a más largo plazo es complicado. Pero, sí, si me preguntas —y me pongo a pensar— en este momento, yo creo que tiene que ser una fiesta, y a mí me gustaría, de pronto, hacer un espectáculo al aire libre que permita mayor convocatoria. Podría ser, por ejemplo, en el estadio Manuel Bonilla, donde alguna vez hicimos algo con los franceses, y en donde en una sola función había ocho mil personas, por ejemplo. Montamos trapecios y cosas para el circo. Ahora tenemos, creo, más herramientas. Pero tendría que ser una fiesta masiva. Ojalá.
Por los veinticinco años de La Tarumba publicaron un hermoso libro que reúne fotografías, testimonios y visiones no solamente de los integrantes de La Tarumba sino de compañeros del teatro y otras disciplinas, escribió Miguel Rubio y otros compañeros de ruta. ¿Han pensado en la posibilidad de escribir unas memorias colectivas, por ejemplo, abocarse a un texto que cuente la historia de La Tarumba de manera más detallada?

Fernando: Es algo que estamos conversando últimamente. Porque una de las cosas que nos dijimos fue: “Vamos. Todos los que formamos parte de La Tarumba escribamos nuestras sensaciones, miedos, incertidumbres, todo eso reflejado en el papel, que después veremos qué hacemos con eso”. Yo, personalmente, tengo ganas de contar también todo lo que es el mundo en la carpa, no solamente lo que el público ve, sino todo ese proceso que nos remite desde que llega un joven que nos dice “Quiero hacer circo, quiero entrar a la escuela” hasta que lo ves en la pista de La Tarumba ya como profesional. Eso es algo que está pendiente, es algo que es parte importante que hace La Tarumba, que debe contarse, pero también debe motivar a muchos jóvenes. 

Hay mucha gente que se imagina que La Tarumba ha empezado con un capital económico importante, o con nuestras familias apoyándonos. Creo que sería bueno que los jóvenes sepan que nosotros empezamos con una gran convicción y sin ningún presupuesto, como la mayoría de familias en el Perú. Y que, aún así, pudimos llevar el sueño hasta la carpa, con todo lo que mueve la carpa, la escuela, etcétera, etcétera. Decirles a los jóvenes: es posible. No porque no tenemos las condiciones económicas no podemos ser capaces de construir algo importante.

El nombre de sus espectáculos suelen ser una sola palabra: Volver, Ilusión, Bandurria, Tempo, Zanni, Gala, Landó, Quijote, Hechicero. ¿Cómo definirían La Tarumba en una palabra?

Fernando: ¡Uuuhhhh! 

Chebo: La tengo clarísima: Familia.

Fernando: Eso está bonito. Yo le pondría: Duende.

Maravilloso. Ya tenemos nombre para las próximas temporadas, y creo que tenemos bastante historia aún por contar. Gracias por su tiempo y por compartir todas estas experiencias. Ha sido un inmenso placer y un honor.

Fernando y Chebo: ¡Gracias! 



 
"El circo es un sueño compartido". Entrevista a Fernando Zevallos y Chebo Ballumbrosio - Primera parte

Escrito por

Luis Rodríguez Pastor

Caramba sí, caramba no.


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